La semana pasada viajé a un país del que tengo buenos amigos: Venezuela.
Si me preguntaran cuál es la mejor recompensa de dedicarte a la vida académica, cuya exigencia es alta, son los congresos a los que voy a dar charlas por el mundo. Y entre ellos, sin duda latinoamérica es mi destino favorito. Además de tratarte con un enorme respeto y cariño, suelo mezclarme con la gente de verdad en los pueblos y ciudades y adentrarme con mi cámara en sus entrañas, sorbiendo la ensencia del espíritu latino. Y me lleno de su humanidad y sabiduría.
Siempre que he visitado un país de latinoamérica tengo una experiencia que se repite sin excepción. Tras días conviviendo con la gente latina, cuando llego por avión a España, o en este caso a USA, y observo a los ciudadanos andando en el aeropuerto, siento una sensación de rechazo. Veo gente seria, absorta, egoísta, ensimismada en sus excesos cotidianos que se expresan en forma de un halo de distancia y frialdad. Y esta vez, a mi vuelta de Venezuela, me sucedió lo mismo. Durante esos primeros 15 minutos a la vuelta de estos viajes, mientras observo el espectáculo de ciudadanos estresados, siempre tengo la misma fantasía: unos enormes deseos de volver al país latino, irme a vivir allí, hacer de médico y disfrutar de una vida con más registros humanos.....
Pero volvamos a Venezuela. El viaje fue corto, y por motivos de la inseguridad reinante, no pude esta vez adentrarme en las entrañas de este vasto país. Y es que uno no puede ir a Venezuela sin mojarse un poco con su situación, particular y peculiar. Suele ser muy complicado hablar con los venezolanos sobre su situación política y menos sobre su presidente. O lo odian o lo veneran. No hay medias tintas. No hay matices. Ni con el Barça y el Madrid pasa algo igual. Y es que el país está polarizado, dividido, enfrentado.
Tenías ganas de ir allí para poder aportar un pequeño granito de arena en el término medio, en la concordia, en la unión de un pueblo que no puede permitarse estar dividido en dos.
Tuve 4 conversaciones largas sobre la situación con 4 ciudadanos de ese país. Dos con chavistas y dos con antichavistas. A los 4 intenté convercerles de que matizaran sus opiniones, que acercaran posturas, que sublimaran las posturas emocionales con un discurso nuevo. Lo conseguí sólo en parte (que no es poco). Les intenté convencer de unas pocas ideas:
1. La sociedad más justa es aquella que protege al débil, que arma un tejido público para dar servicio en asuntos básicos como la educación y la sanidad, pero que a la vez respeta la inciativa del emprendedor y el que quiere crear su propia empresa. Ni el capitalismo salvaje ni el populismo pseudosocialista parecen buenas opciones para un crecimiento armonioso de latinoamérica.
2. Ser un verdadero demócrata consiste en no abusar de los resortes del poder (judicial, medios de comunicación, etc), no adoctrinar a la gente y no insultar como norma a aquél que no piensa como tú.
3. A veces en latinoamérica el que más tiene mira con poco respeto al pobre. Es la verdad, y lo digo yo, un enamorado de esos lares. Ojalá la clase media creciera abrumadoramente, y no hubiera tantas diferencias sociales.
4. Lo peor que puede hacer un padre, o un jefe, o un presidente de un país, es dividir a su gente. Si no puedes tolerar a la mitad de tu peña, márchate. Y que venga otro que se hable con la mayoría. Es un requisito para dirigir a una comunidad, la que sea.
Bueno, sé que el país tiene problemas. Es onvio. Pero me pasó como siempre. Que cuando puse mi pie en el aeropuerto de Atlanta y vi a los gringos andando, deseé no haber dejado atrás Venezuela y haberme quedado allí para siempre.