viernes, 28 de marzo de 2008

Mi primer relato


Hacía muchos años que no escribía. Quizá demasiados. Con este blog, quiero empezar una serie de relatos cortos sobre personas, lugares y situaciones de mi vida. Este es el primero. Se llama "Seis".

Seis

Seis es un lugar especial, diferente, auténtico. Cuando entras, tienes la sensación de estar viajando en la máquina del tiempo, que te traslada a una especie de “Cuéntame….”. Las paredes son sobrias, pálidas, lúgubres diría yo. Las adornan cuadros de dudosa reputación artística, con un toque fricki que los convierte en verdaderas piezas de coleccionista. Las mesas y las sillas son de comedor de los Salesianos de los años 70. De esas que fabricaban antes, irrompibles, impasibles al paso del tiempo. El patio interior que lleva a la cocina es un lugar tan interesante y con tantos matices que sería merecedor de un Documental de la 2. Se viste con plantas diversas, jaulas con loros, utensilios inservibles, y un sinfín de elementos difíciles de descifrar. La cocina es sencilla, vetusta, con un aire melancólico que embebe los caldos y los humos. Allí trabajan desde los años 60 Joan y Antonia, dos ancianos sencillos y discretos. Sus 8 décadas vividas y la osteoporosis no han hecho mella en una armonía casi sinfónica. Joan no sabe cocinar, pero hace todo lo demás, y lo hace bien. Compra en el mercado de Sant Antoni a buen pecio los mejores ingredientes, y luego los almacena, corta, prepara y pone a disposición de su mujer en el momento justo. Antonia es una cocinera con mayúsculas, desprovista de alardes innecesarios. Sus platos son generosos, como los de una madre que ceba a su hijo adolescente tras un partido de basket. Sus sopas son espumosas y reparadoras, y su tortilla de patata y calabacín no tiene competencia en el Poble Sec. La guinda de Seis la pone Jordi, el hijo de Joan y Antonia. Desde que era barbilampiño, Jordi es el encargado del local. Toma nota, sirve, cobra y limpia con una efectividad asombrosa. Jordi es un muchacho de complexión seca y de aspecto desaliñado. Su condición física se resintió el pasado verano cuando su novia de toda la vida lo abandonó, sin mediar palabra, por un amigo. Al volver del verano, Jordi estaba insípido y con una expresión melancólica en su mirada que le delataba.

Definitivamente, cenar en Seis es como hacerlo en casa de tu abuela. Recuerdo que la comida de mi abuela, además de sabrosa y sana, tenía un efecto ansiolítico casi instantáneo. Tras acabar de comer, sentías una relajación mental y muscular que ya quisiera para sí el Dalai Lama. No era un efecto de la comida en sí, sino de algo mágico que sólo pueden conseguir las abuelas de verdad. Lo mismo me ocurre cuando voy a cenar a Seis con mi amigo Oli. Tras acabar la opípara cena, nos quedamos un rato en silencio, como hibernado, dejando las ideas y los pesares reposar hasta que sedimentan en el olvido.

Sin duda, lo mejor de Seis es la gente que va a cenar. Suelen ser pocos, pero se hacen notar. El cliente con más solera es Aurelio, un jubilado precoz que cena en la misma mesa desde hace lustros. Aurelio siempre lleva una gorra descolorida que lo hace único e inconfundible. Cuando encienden la tele, los mejores comentarios, casi siempre acertados y ocurrentes, son los de Aurelio. En ocasiones viene Cecilia, la “sin techo” del barrio que vive entre escombros y sus dos muñecas. Algún día, Oli y yo hemos hablado con ella. Y nos cuenta que hace frío esa noche, que aún no sabe dónde dormirá, y que abrigará mucho a sus muñecas si duerme a la intemperie. Pero la persona que más me ha marcado en Seis es Prudencio, al antiguo lotero del barrio que enviudó hace un par de años. Prudencio tiene una enfermedad neurológica degenerativa que le dificulta masticar y digerir los alimentos. Cuando come, emite unos sonidos gluturales alarmantes, muy escandalosos. Cuando Prudencio salía a cenar por el barrio, en la mayoría de bares se sentía observado y marginado. Hasta que un día entró en Seis. Aquí se siente cómodo y aceptado. Cuando se le acaba el vino del vaso, siempre hay un cliente que se levanta y lo llena de nuevo. Cuando un día me percaté de este detalle, me quede embelesado de la grandeza de la gente sencilla de verdad, esa que sólo se encuentra en Seis.

Ah, se me olvidaba deciros la razón de que lo llamemos Seis. Porque el menú sólo cuesta seis euros. Pero eso es lo de menos.

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