Iré un rato a la playa de la Barceloneta, me dije mientras escrutaba mi maltrecho tobillo. Me había levantado esa mañana con menos inflamación que de costumbre, y ello me animó a pasear una rato por las cálidas aguas del Mar Mediterráneo. Preparé a paso cansino los enseres esenciales para tal propósito, que incluye unas zapatillas, mis dos muletas, una mochila, mi máquina Nikon con un par de objetivos, un bañador algo roñoso y las gafas de sol. Salí de casa ilusionado, pues los paseos por la playa son siempre relajantes y reparadores. Al cabo de un momento, paseaba por la calle dispuesto a coger un taxi. He de confesar que llevo más de un año cogiendo una media de dos taxis al día, por lo que conozco prácticamente a la flota entera de Barcelona. Los hay de todos los colores, aunque el taxista tipo es un hombre entrado en años, algo desnutrido, mirada melancólica y sobria y nacido en alguna ciudad de Castilla. Por lo general son hombres conservadores y quejosos, quizás influidos por la audición diaria de Jimenez Losantos, que algún efecto secundario debe tener, digo yo. Mientras caminaba lentamente por el Paralelo, pensé en la imagen del susodicho taxista sobrio y querulante y, súbitamente, decidí que no estaba de humor para tal encuentro, que entre cosas incluye el pago ineludible de aproximadamente nueve pavos. ¿Por qué no voy en autobús?, pensé.
A fe de ser sincero, había decidido días atrás no volver a viajar en medios de transporte públicos hasta que pudiera caminar con una muleta. Ello se debe al nulo sentido de la solidaridad hacia el impedido que tienen los ciudadanos que habitan en este país, actitud que no conoce distinción de sexo, estrato social, edad, raza, etc. En otras palabras: la peña no se levanta ni a tiros. Me arriesgaré, me dije. Probablemente a las 11 de la mañana hayan asientos libres. Diez minutos después, allí estaba la mole roja de la EMT intentando trasladarme a otros lares. Para mi desgracia, todos los asientos estaban ocupados. Una primera inspección a bote pronto me relevó una evidencia palpable: más que sentados, los viajeros habían tomado posesión de la poltrona con un sentido de la propiedad privada considerable. Tras dar unos pasos algo destartalados (lo suelo hacer de manera exagerada para aumenar el sentido de culpabilidad de los presentes, por si por un casual estimula su atrofiado sentido de solidaridad ciudadana), me percaté que mi burda maniobra no había sido efectiva. En fin, me dije, será cuestion de ir apoyado en las incómodas barras de las paredes. Por si acaso, realicé un último intento: lanzar una mirada entre tierna y acusadora a las 4 personas que descansaban en los asientos asignados a ancianos, embarazadas y tullidos, como bien reza la carátula. Pero nada de nada. Y ello a pesar de que las características físicas de los 4 ciudadanos, a saber, sobrepeso, calvicie, presbicia y pies planos no figuraban entre las indicaciones de dichos asientos.
Mientras mi cuerpo se tambaleaba al son de los baches del asfalto barcelonés, un rayo de esperanza me sacudió la vista. Una señora situada en unos de los asientos regulares me miró de manera claramente compasiva. La señora tenía un aspecto de lo más curioso. Una facies desdentada y bronceada por el sol y las penas y unas manos recias y curtidas. Hice un ademán de acercarme, pues parecía obvio que su empática mirada era una señal de que me iba a ceder su asiento. Pero no. De manera sorprendente, la susodicha señora espetó vociferando a la señora sentada en unos de los 4 asientos especiales (la del sobrepeso, pare ser exactos): señora, quiere levantarse !! No le da vergüenza no cederle el asiento a este chico que va en muletas !! La frase fue contundente y enmudeció repentinamente a los ocupantes del autobús. Todos la oyeron de manera diáfana. Todos menos la señora entrada en carnes, obviamente. Su reacción fue tan ausente que por momentos me pareció que estaba en una crisis catatónica. Al menos los otros 3 ocupantes de asientos especiales levantaron de manera fugaz su mirada. La señora a mi vera se indignó ante la impasibidad de los 4 magníficos. Y volvió a la carga. Incorporando su cuerpo y el tono de voz, gritó encolerizada: señor conductor, pare el autobús y haga levantar a la señora para que siente el chico !! El conductor aminoró suavemente la marcha, pero tampoco estaba por la labor de participar en el altercado. A todo esto, el resto de pasajeros me miraba absorto esperando mi reacción, mientras yo hacía gestos a la señora para que se calmara. Súbitamente, me invadió un sentimiento que no suele visitarme a menudo: me puse rojo como un tomate cual adolescente inseguro. En esos momentos, de manera inesperada, se abrieron las puertas del autobús ante una solitaria parada. Sin pensarlo, salté raudo a la puerta y escapé del autobús a una velocidad sorprendente, en lo que es hasta ahora la mejor actuación de mi tobillo. Wow, pensé. Vaya peña !! Y seguí caminado a paso cansino por las inacabables calles del Parelelo, lejos todavía de mi ansiada playa……….…a la espera de un taxi libre.
domingo, 24 de agosto de 2008
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