
En estas circustancias, puse en funcionamiento mi sistema habitual de alarma ante situaciones desfavorables: identificar y solucionar las causas. Como he explicado en el párrafo anterior, existen dos circustancias susceptibles de mejora que me han llevado a semejante desaguisado. Por una parte, una ingesta de calorías excesiva. Y por otra, una adición al deporte, que cuando más agónico sea más me pone. Tras un ejercicio de autocrítica sosegado, he llegado a la conclusión que mi adicción al ejercicio físico, también llamado vigorexia, no tiene remedio. En cuanto esté mejor, me dije, no seré capaz de reprimirme y subiré puertos de montaña con la bici o alguna salvajada similar. Por tanto, hay que ser práctico y focalizarse en la otra causa: debo controlar mi ingesta calórica y adelgazar como sea. Tras varios intentos fallidos, llegué a la conclusión de que necesitaba una mano firme, un "superyo" freudiano que me controlara y guiara por el camino del ascetismo culinario: una DIETISTA.
Dado que soy médico y tengo una estrecha relación con los endocrinólogos de mi hospital, me fue sencillo conseguir una rauda visita con una dietista. Acudí a la primera visita con cierto reparo, algo avergonzado de sobrecargar la medicina pública como resultado de mi debilidad por los Donuts y los Conguitos. La dietista era una mujer muy amable, enjuta, asertiva, práctica y directa: justo lo que necesitaba. Tras interrogarme y averiguar mis lamentables hábitos dietéticos, me dijo que me enviaría una dieta personalizada. Al día siguiente, mi e-mail recibió un documento que aconsejaba llevar una vida espartana, calculada, contenida y, por ende, aburrida. Era el camino. Lo seguí a rajatabla durante 3 semanas, y vaya si funcionó. Tres kilos y un pedazo de michelin se esfumaron de mi anatomía a paso ligero.
Una semana después de tamaño éxito tenía una nueva cita con mi flamante dietista. Era una tórrida mañana de Agosto. Me dirigí con el orgullo del paciente que ha hecho los deberes a las consultas externas de mi hospital. Subí raudo al segundo piso, donde se encuentra el Servicio de Dietética. Para mi sorpresa, habían cerrado la consulta pues en Agosto hay pocos pacientes y se visitaban en el tercer piso. Vaya, pensé. Es el piso donde está mi Servicio, el de Hepatología. Hace muchos años que visito a mis pacientes en el Despacho 61. Sin duda, la experiencia más dura de este año que llevo de baja es no haber podido visitar mis pacientes. En cierta manera, siento que los he abandonado. La mayoría lo habrá llevado bien, estoy seguro. Pero intuyo que alguno de los enfermos más antiguos lo deben haber pasado mal. Al fin y al cabo, cambiar de médico es como cambiar al peluquero de toda la vida: has de explicar al nuevo conceptos difíciles de verbalizar. En fin, caminé algo confuso por los pasillos por donde otrora me dirigía a mi consulta. Escruté de repente un cartel que decía: consulta provisional del Servicio de Dietética. Para mi estupor, estaba ubicado en los depachos de Hepatología, mi Servicio. Vaya corte, pensé. Cómo le explico yo a las enfermeras y asistentes que no voy a "visitarlas", sino más bien a "visitarme" !! Y para más inri, todo porque me he puesto gordo. En fin, era obvio que no podía disimular. Tras los besos de rigor, les expliqué que tenía visita con la dietista, que estaba visitando en nuestros despachos. Ah, ya te veo en la lista, comentó Ana. En cinco minutos te llaman, me dijo. Tras cinco minutos escondi

Bueno, para ser sincero, debo reconocer que dos meses después, los 3 kilos y el pedazo de michelin han vuelto con su dueño con la diligencia de un boomerag. Vaya, que me siento como una reencarnación de mí mismo. Será cuestión de que visites de nuevo la dietista, me espetó mi amiga Elena. Qué razón tienes, pensé. Mañana mismo la llamo.