domingo, 26 de octubre de 2008

PASE AL DESPACHO 61 !!!

Durante los últimos años he sufrido en mis carnes los rigores de la ley que decribió Einstein ("La energía ni se crea ni se destruye: sólo se transforma"). En mi caso, la energía viene en forma de calorías. Y dado que ingiero más calorías que destruyo, la ecuación se completa con el triste espectáculo del acúmulo de calorías en mi cuerpo. Siguiendo los sabios dictados de Einstein, dichas calorías se transforman. Podrían hacerlo en forma de belleza, sabiduría o felicidad. Pero no. Las cabritas se transfoman en forma de grasa, que se deposita de manera caprichosa por lugares visibles de mi anatomía. Las consecuencias de dicho fenómeno son muy variadas, pero existen 2 particularmente relevantes. Por una parte, afean una estructura que empieza a notar el paso de los años. En otras palabras, que me he puesto fondón. Y por otra parte, sobrecargan sin compasión mis estructuras musculoesqueléticas. Como buen organismo vivo, mi cuerpo ha puesto en marcha divesos mecanismos de compensación con el fin de paliar dichas consecuencias. Para responder al deterioro físico, utiliza la experiencia y el ingenio para aumentar su simpatía y atractivo personal. Para la segunda consecuencia, sin embargo, mi cuerpo no ha estado hábil. Me explicaré. Ante el aumento de peso y la lógica sobrecarga de las articulaciones, mi cuerpo debía haberlo compensado mediante el sosiego, la disminución de las exigencias deportivas y, porqué no decirlo, por sesiones regulares de masajes por manos expertas. Para mi desgracia, durante los últimos años no he sido capaz de leer los mensajes que me ha enviado la madre naturaleza y he persistido en mi adicción al ejercicio físico irreflexivo. Y así me ha ido. Tras una partida de frontón contra un chaval de 18 años y bajo una intensa lluvia, me destrocé el tobillo. Este luctuoso hecho, junto con el poco tino que tuvo algún compañero sanador, me ha llevado a 3 operaciones y casi un año y medio de necesidad de muletas. Casi nada.

En estas circustancias, puse en funcionamiento mi sistema habitual de alarma ante situaciones desfavorables: identificar y solucionar las causas. Como he explicado en el párrafo anterior, existen dos circustancias susceptibles de mejora que me han llevado a semejante desaguisado. Por una parte, una ingesta de calorías excesiva. Y por otra, una adición al deporte, que cuando más agónico sea más me pone. Tras un ejercicio de autocrítica sosegado, he llegado a la conclusión que mi adicción al ejercicio físico, también llamado vigorexia, no tiene remedio. En cuanto esté mejor, me dije, no seré capaz de reprimirme y subiré puertos de montaña con la bici
o alguna salvajada similar. Por tanto, hay que ser práctico y focalizarse en la otra causa: debo controlar mi ingesta calórica y adelgazar como sea. Tras varios intentos fallidos, llegué a la conclusión de que necesitaba una mano firme, un "superyo" freudiano que me controlara y guiara por el camino del ascetismo culinario: una DIETISTA.

Dado que soy médico y tengo una estrecha relación con los endocrinólogos de mi hospital, me fue sencillo conseguir una rauda visita con una dietista. Acudí a la primera visita con cierto reparo, a
lgo avergonzado de sobrecargar la medicina pública como resultado de mi debilidad por los Donuts y los Conguitos. La dietista era una mujer muy amable, enjuta, asertiva, práctica y directa: justo lo que necesitaba. Tras interrogarme y averiguar mis lamentables hábitos dietéticos, me dijo que me enviaría una dieta personalizada. Al día siguiente, mi e-mail recibió un documento que aconsejaba llevar una vida espartana, calculada, contenida y, por ende, aburrida. Era el camino. Lo seguí a rajatabla durante 3 semanas, y vaya si funcionó. Tres kilos y un pedazo de michelin se esfumaron de mi anatomía a paso ligero.

Una semana después de tamaño éxito tenía una nueva cita con mi flamante dietista. Era una tórrida mañana de Agosto. Me dirigí con el orgullo del paciente que ha hecho los deberes a las consultas externas de mi hospital. Subí raudo al segundo piso, donde se encuentra el Servicio de Dietética. P
ara mi sorpresa, habían cerrado la consulta pues en Agosto hay pocos pacientes y se visitaban en el tercer piso. Vaya, pensé. Es el piso donde está mi Servicio, el de Hepatología. Hace muchos años que visito a mis pacientes en el Despacho 61. Sin duda, la experiencia más dura de este año que llevo de baja es no haber podido visitar mis pacientes. En cierta manera, siento que los he abandonado. La mayoría lo habrá llevado bien, estoy seguro. Pero intuyo que alguno de los enfermos más antiguos lo deben haber pasado mal. Al fin y al cabo, cambiar de médico es como cambiar al peluquero de toda la vida: has de explicar al nuevo conceptos difíciles de verbalizar. En fin, caminé algo confuso por los pasillos por donde otrora me dirigía a mi consulta. Escruté de repente un cartel que decía: consulta provisional del Servicio de Dietética. Para mi estupor, estaba ubicado en los depachos de Hepatología, mi Servicio. Vaya corte, pensé. Cómo le explico yo a las enfermeras y asistentes que no voy a "visitarlas", sino más bien a "visitarme" !! Y para más inri, todo porque me he puesto gordo. En fin, era obvio que no podía disimular. Tras los besos de rigor, les expliqué que tenía visita con la dietista, que estaba visitando en nuestros despachos. Ah, ya te veo en la lista, comentó Ana. En cinco minutos te llaman, me dijo. Tras cinco minutos escondiendo mi vergüenza bajo la mesa, oí la voz inequívoca de mi dietista: "Ramón Bataller, pase al despacho 61". Al despacho 61, no puede ser !!! Si es el despacho donde visito a mis enfermos !!! Vaya situación surrealista. Cómo iba a entrar en un despacho que añoro desde hace más de un año, y hacerlo como paciente. Ufff. Los siguientes 3 minutos fueron cansinos, viscosos, inacabables. Se sucedían sensaciones exrañas. El cartel de la entrada no ponía mi nombre, tuve que llamar a la puerta, me senté al otro lado de la mesa, me quedé absorto mirando la bata blanca de la dietista como perdido en un universo etéreo........Hey Ramón, te veo más delgado, puntualizó la dietista. Ah, sí sí, valvuceé. Pero yo seguía absorto en mi viaje particular por un mundo al revés. Y poco a poco empezé a disfrutar de la situación, a jugar con ella. Me imaginé como debían verme los enfermos desde la silla donde reposaba yo ese día. Cómo debía ser el explicar tus penas a un tipo con una sábana blanca que se sienta mirándote con aire paternalista. En particular me acordé con cierta sorna de un enfermo con hígado graso al que recomendé encarecidamente adelgazar. El tipo apareció más gordo que nunca asegurando que había perdido varios kilos. Recuerdo que lo pesé utilizando la balanza manual del despacho. Qué vergüenza pasó: había ganado 2 kilos. Y mientras me regodeaba con mis recuerdos, la dietista se apresuró a decirme: dices que has perdido 3 kilos, no? eso hay que comprobarlo. Y se dirigió hacia mí para pesarme en la maldita balanza. Uff, que apuro pasé. Al menos la balanza se portó bien y se acordó quien era su dueño........

Bueno, para ser sincero, debo reconocer que dos meses después, los 3 kilos y el pedazo de michelin han vuelto con su dueño con la diligencia de un boomerag. Vaya, que me siento como una reencarnación de mí mismo. Será cuestión de que visites de nuevo la dietista, me espetó mi amiga Elena. Qué razón tienes, pensé. Mañana mismo la llamo.


2 comentarios:

Anónimo dijo...

Animo doctor! yo soy de los que le hecha de menos.
Vaya situación jaja

Saludos
Xavier

Estela dijo...

jajajajajaja, increible relato puedo llegar a imaginarle en el otro lado de la mesa con la dietista... y tranquilo el michelin y los tres kilos son como goma elastica, van y vienen, pero no me niegue el placer que resulta el tener delante de su mesa unos donuts recien echos y salpicados de conguitos originales!!!!!