Hace unas semanas, cuando comenté algún acto corrupto de los que estamos acostumbrados en España, expresé mi admiración por una de las actitudes más desconocidas en nuestro país: pedir disculpas. Prometí entonces ensalzar y destacar cuando un personaje público pidiera disculpas. Y ahora cumplo mi promesa.
Lo decía pues no está bien visto pedir discupas en este país, por flagrante que sea tu falta. Además, la opinión pública cree en ocasiones que pedir disculpas , incluso cuando son pertinentes, es un acto de debilidad y cobardía. Nada más lejano a la realidad.
Uno de los mayores placeres humanos que he tenido en mi vida es cuando, la gente a la que claramente he fallado, me perdona de corazón. Es una sensación muy reparadora. Pues perdonar es un acto difícil, sublime diría yo. Duele, cuesta, y quema. Pero nos dignifica y repara las heridas de la debilidad humana, que no escapa a nadie.
Acabo de llegar a mi Hotel en Barcelona y leo que el Rey ha dicho: "Lo siento mucho. Me he equivocado y no volverá a ocurrir". Al fin. Aunque era flagrante su error, ya era hora que alguien lo hiciera. Le hace más grande.
Otro día hablaré de lo anacrónico de la monarquía. Pero ahora no toca. Ahora toca decir que pedir disculpas dignifica al que lo hace. Siempre.
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