Hoy ha sido un día alocado, intenso, agotador. Empezé como de constumbre tomando un cortado descafeinado con sacarina, en un intento inútil de limitar mi ingesta calórica. Llegué al laboratorio de manera precipitada, pues hoy tenía visita con mis enfermos, y no quería comenzar con retraso. Acudí al Dispensario con la ilusión de un niño el día de la excursión a la nieve. Desde que he vuelto a ejercer de médico, disfruto con pasión de mi labor sanadora. Mi experiencia de enfermo sin duda ha completado mi visión clínica, y hoy día me siento un médico más sabio y eficaz. Como me dijo un compañero hace poco, la enfermedad alecciona. Y vaya si lo hace. Tras acabar la visita, volví al laboratorio tras ingerir un minúsculo montículo de pan integral aderezado con un exquisito salchichón, junto con la Coca-Cola light de rigor. Trabajé en el laboratorio sin pausa, pues esta semana debemos acabar un proyecto y ello te obliga a tensar el ritmo.
A las 5 en punto cogí raudo un taxi para casa, pues debía repasar los temas que se discutirían en la conferencia telefónica que comenzaba a las 6 de la tarde. Se trata de 4 horas de conferencia que cada dos martes tenemos varios médicos europeos sobre los trabajos que han de publicarse en una revista científica. Hoy me tocaban varios trabajos difíciles, espesos y controvertidos, por lo que estaba algo inquieto. Tras exponer mis temas con alguna que otra dificultad, proseguí mi inacabable conferencia hasta las 9 y media de la noche. Cuando el coordinador de la revista dice: "that's it...have a great evening", siempre me siento liberado cual soldado raso que acaba una guardia un día de invierno a la intemperie. Tras yacer absorto en mi sofá durante cinco minutos, me asaltó una idea de manera impulsiva. Me apetecía sobremanera ir a dar un paseo urbano con la bici y oir música relajante con mi iPOD. Me dispuse pues a hacer realidad mi deseo. Me coloqué unos calcetines de ciclista ciertamente horteras, me puse el casco, y calcé mi anatomía con una frondosa chaqueta deportiva, pues la noche era fresca. Tan sólo quedaba coger el iPOD, un ingrediente indispensable del paseo nocturno. Para mi desgracia, el aparato estaba en el lugar de costumbre, pero no así los auriculares. Tras buscarlos un buen rato, recordé que me los había olvidado en el despacho. Vaya rollo. Me merezco de sobras culminar mi capricho deportivo-musical tras un día agotador, pero no era posible. Qué se le va a hacer, pensé.....
Cuando me disponía a quitarme el casco y volver a sentarme en el sillón, una idea brillante acudó a mi rescate. Iré en bici al Raval, pensé. En mi barrio favorito de Barcelona hay muchas tiendas regentadas por inmigrantes por lo general indios y/o paquistaníes que venden teléfonos móviles y otros artilugios electrónicos. Y con lo que trabaja esta gente, no dudaría que estuvieran abiertas a esta hora y que pueda comprarme los deseados auriculares. Para dicho propósito necesitaba una modesta cantidad de dinero. Encontré en mi bolsillo 3 monedas de 2 euros, de esas que imponen por su tamaño. Salí raudo de casa y monté ilusionado mi roñosa bicicleta a la busca de la ansiada tienda ravalenca. Y estaba en lo cierto. Un sinfin de bajos llenos de pegatinas, teléfonos móviles, radios, cables de diversos grosores y otros aparatos afines estaban abiertos de par en par. En su interior podía encontrase de manera invariable mozos de tez morena, barba frondosa y cabello erizado que definen a los chavales surasiáticos. Tras dudar entre varias de las tiendas, atisbé una que parecía ideal para mis pretensiones. Se trataba de una pequeña habitación, atestada de mil artilugios electrónicos, sin cliente alguno susceptible a retrasar mi compra. En su interior había un chaval de unos 30 años, de aspecto desaliñado y algo rollizo. Desde fuera de la tienda, y sin bajarme de la bicicleta, me dirigí a él indicando que no podía dejar la bici en la calle por el elevado riesgo de hurto. Tras comprender la situación, salió raudo a atenderme. Le indiqué que quería unos auriculares y, tras dudarlo un momento, me mostró los únicos que tenía. Sorprendentemente, eran de gran calidad. Unos auriculares de los buenos, de los de marca. Tenían un mecanismo para adaptarse a las orejas, así como un dispositivo para regular el volumen. Cuanto valen ?, pregunté. El dependiente me enseñó el precio: 10 euros y 50 céntimos. No tienes otros más baratos, espeté ? No, contestó. Tras dudarlo un momento, realizé una maniobra algo zafia, para ser sincero. Saqué las 3 imponentes monedas de 2 euros de mi bolsillo y se las mostré al chaval. Es todo lo que tengo, gemí. Como era de esperar, clavó su mirada absorta sobre las monedas cual adolescente que mira el canalillo de los pechos de una mujer. La tentación era superior a su resistencia. Tras unos segundos de duda, me dijo: bueno, qué voy a hacer !! Te los doy por 6 euros. Tras completar la compra, el chaval me ayudó amablemente a abrir la caja, colocarme los auriculares en las orejas y regular el volumen. Me sentí tan bien tratado que, de repente, me percaté que había logrado un 40% de rebaja abusando de mis conocimientos de psicología. Mañana pasaré y te daré 4 euros, le dije arrepentido miándole fijamente a los ojos. Está bien, dijo el chaval con un aire de incredulidad evidente.
Abandoné la tienda con mi bici y mis flamantes auriculares y rápidamente me percaté de su sublime calidad. La Sinfonía número 2 de Mahler sonaba mejor que nunca, y pronto sus ondas se conviertieron en endorfinas reparadoras que se extendieron por todo mi organismo. Pedaleé durante media hora por las calles del Raval y del Poble Sec con armonía y serenidad.....Y mientras lo hacía, empezé a pensar que el trato exquisito y la gran oferta del chaval inmigrante habían mejorado mi calidad de vida. Yo, un occidental acomodado, estaba disfrutando de Mahler porque un inmigrante estaba trabajando hasta altas horas de la noche, y encima ofreciéndome un excelente servicio. Y encima dicen que los inmigrantes son un problema en todas las encuestas. Pues vaya problema. Desde hace años, compro frutas, alimentos y pilas a cualquier hora de cualquier día porque siempre hay un paquistaní trabajando para servirme.
Mañana volveré. Vaya si volveré. No sólo le daré los 4 euros y medio que le debo. Además le diré que gracias a trabajar hasta tan tarde, me hizo un favor. No se lo diré por pena ni por compasión, sino porque es justo. ¿ O es que no nos gusta a todos que nos traten con justicia ?
martes, 3 de marzo de 2009
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3 comentarios:
Hola! me ha encantado tu post, es increible que cuando somos bien tratados por un comerciante o prestador de servicios nos sorprenda, no es así como deberia ser? Por otro lado Olé por reconocer el valor de un servicio, creeme que cuando el chico te vea volver se va a dar cuenta de que su trabajo vale la pena... un saludo!
A los lectores de este blog: Doy fe que que Ramón volvió expresamente el domingo. Me hizo dar un gran rodeo en bici para llegar a la tienda. El establecimiento estaba cerrado; el comerciante respetaba el descanso dominical. En todo caso, todos sabemos que los cuatros euros acabarán en manos de este comerciante con vocación de servicio.
JM
Muy buena tu historia Ramon! Interesante la coneccion de diferentes culturas que convergen en un lugar tan interesante como Barcelona.
De un inmigrante en Chicago!
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