
Tras un rato de bicicleta y cámara en mano para
retratar los primeros pétalos de la temporada, y un ligero pero sabroso sandwich,
cogí mi coche y me dirigí a la 15-501, una amplia vía que lleva a la Iglesia de
St. Thomas, donde cada año mi hospital de UNC organiza una tarde de salud
gratuita a los latinos que por allí merodean. Cada año hay más voluntarios, más
actividades, mejor organización. Es reconfortante ver tantos jóvenes americanos
interesados por el idioma español y que acuden como voluntarios a ayudar a la
gente latina. Medición de colesterol, glucemia, tensión arterial…y hasta
dentista había este año. Y muchos stands de ONGs que trabajan por el bienestar
y salud de los latinos. Un lujo respirar un ambiente de solidaridad y
generosidad en medio de un mundo que en demasiadas ocasiones se rige por el
individualismo y sólo se motiva por la ganancia económica.
Este año iba un poquito más preparado, aunque
realmente no necesito demasiado. Solo me equipé de un estetoscopio anudado en
el cuello, que ayudaba a dar una apariencia más creíble de médico, una pequeña
mesa con un par de sillas a modo de sencilla consulta, y unas cuantas dietas
escritas que me había preparado. Asimismo me hice unas fichas para apuntar
consejos médicos y unos cuantos datos del paciente. Tras saludar a colegas,
amigos y conocidos y sonreir a muchos de los niños que acudieron con sus padres,
me senté expectante a la espera de que se presentaran a la mesa los mexicanos,
salvadoreños, peruanos y demás que poblaban la extensa habitación con los
susodichos sobrepeso, diabetes, hipertensión….y demás males de la vida
sedentaria y de la digamos que subóptima dieta que alimenta el estómago de mis
lugareños (ver foto del evento).

Las dos horas siguientes fue un poco de lo mismo.
Hombres, mujeres, familias enteras con vida sedentaria y con problemas precoces
de salud. Me fue bien, creo yo, escribir una dieta con mi puño y letra adaptada
a las maldades que ellos me confesaban. A todos les decía: pega esto en tu
nevera y lo lees de vez en cuando. Tras un buen rato, ya estaba exhausto y
decidí tomar un descansillo. Tras casi un cuarto de hora de charlar con la
interesante gente que allí estaba, uno de los estudiantes voluntarios me avisó
que ya había una señora esperando. Y me dirigí rápidamente a mi papateril
consulta a proseguir mis sermones sobre la vida saludable.
Al llegar a la mesa allí estaba ella, Asunción, una
elegante anciana colombiana que posaba con salero sobre una de las sillas de mi
improvisada consulta. “Hola señora”, la saludé con una incipiente sonrisa. “Hola
doctor”, respondió. “Qué le trae aquí ?”, pregunté. “Pues que me han mirado la
presión arterial, y la tengo a 160/100”, comentó. “Esto hay que arreglarlo
cuanto antes”, le propuse. “Vamos a repasar un poco la salud y la vida que hace”,
espeté. Y me apresuré a hacer una breve historia clínica que incluía edad,
peso, antecedentes médicos y medicación. Y es que Asunción era mujer ya entrada
en la década de los 70, al menos en su mitad, con una cara curtida por el sol y
las penas, pero que dejaba entrever una belleza superlativa. Además, como buena
colombiana, Asunción era una mujer estilosa, grácil, coqueta y femenina, con
una voz ya quebrantada por la edad pero que no había perdido ese acento
acaramelado y seductor que hace a sus compatriotas tan especiales. “Bueno, Asunción,
vamos a repasar un poco las cosas de su salud”. Tengo aquí una ficha que debo rellenar.
“Qué edad tienes usted ?” pregunté con fines médicos y de manera inocente. De
repente, Asunción dio un suspiro de sorpresa e incredulidad. Era obvio que no
le había gustado la pregunta sobre su edad, a pesar de que se la hacía en el
contexto de un acto médico y que las demás personas no estaban merodeando y
nadie más nos estaba escuchando. Los siguientes 8 segundos, que me parecieron
una eternidad, jamás los olvidaré. Describiré de manera somera lo que ocurrió,
por estricto orden, en dichos 8 segundos. Asunción giró su cuello y miró
durante los primeros 2 segundos al techo, al percatarse que yo seguía esperando
una respuesta que no llegaba. Durante los siguientes dos segundos, y de manera
progresiva, Asunción fue bajando la cabeza, dirigiendo la mirada de manera
furtiva hacia mis ojos, y sin pestañear espetó: 59. Nuestras miradas se
cruzaron una milimésima de segundo, porque no conozco una unidad de tiempo
menor. De manera sincrónica y con un mimetismo que me llegó a sorprender, yo
giré en los siguientes 2 segundos mi cara hacia el papel, como continuidad del
movimiento asertivo de Asunción. Nos habíamos sincronizado, ella bajando la
mirada del techo a mi, y yo justo después desplazándola de ella al papel. Tras
apuntar atónito en el papel el número 59 diligentemente, miré en el octavo
segundo de nuevo a Asunción, que suspiró de nuevo al comprobar que había
escrito el número 59 en la casilla de su edad sin signo alguno de incredulidad
ni reprobación. El resto de la conversación fue mucho menos interesante, con
Asunción contándome sus problemas de salud, así como recibiendo mis consejos,
con una extrema naturalidad….
Siempre digo que cuando realizo una actividad para
los latinos, me llevo de ellos mucho más de lo que yo fui capaz de darles. Esta
vez no fue una excepción. Además de su sonrisas, cariño, complicidad y
agradecimiento, en esta ocasión me lleve en la mochila un par de anécdotas con
las que inspirar este sencillo relato.
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